M. Kandida Saratxaga, Abadesa Presidenta (2013) |
Fin de Año
Lc 1, 39-48.
En aquellos días, María partió y fue sin demora a un pueblo de la montaña de Judá. Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel. Apenas esta oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno, e Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó: "¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme? Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno. Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor". María dijo entonces: "Mi alma canta la grandeza del Señor, y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi Salvador porque él miró con bondad la pequeñez de su servidora. En adelante todas las generaciones me llamarán feliz, porque el Todopoderoso ha hecho en mí grandes cosas:¡su Nombre es santo! Su misericordia se extiende de generación en generación sobre aquellos que lo temen. Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los soberbios de corazón. Derribó a los poderosos de su trono y elevó a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías. Socorrió a Israel, su servidor, acordándose de su misericordia, como lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abraham y de su descendencia para siempre". María permaneció con Isabel unos tres meses y luego regresó a su casa.
En la eucaristía del papa Francisco del 12 de diciembre, el día de la Virgen de Guadalupe, en la basílica de San Pedro, se le leyó este Evangelio y comenzó su homilía el papa Francisco con esta pregunta. ¿Qué hizo la Virgen? La Virgen cantó y caminó.
La Virgen cantó.
Cantó la misericordia de Dios. Cantó su amor por últimos. Cantó que Dios se hubiese fijado en ella, en su nulidad, en su humillación y pobreza (al fin y al cabo, era una joven embarazada sin varón y eso creaba dudas incluso a José).
Pero cantó también la fidelidad de Dios a sus promesas para con su pueblo. Cantó su salvación de preferencia por los humildes, por los hambrientos, por los indefensos y no por lo poderosos. Cantó su santidad, las proezas, los favores de Dios para con su pueblo y con todos los hombres. Cantó, agradeció y se alegró de corazón porque Dios era grande y hace cosas grandes, porque Dios hace las cosas de otra forma.
Y la Virgen además caminó.
Caminó de prisa para ayudar a otra pobre mujer embarazada. Caminó con esfuerzo, porque subió la montaña; caminó hacía una mujer que la necesitaba y que quizás tenía miedo ante un embarazo extraño y milagroso. Caminó hacia el servicio. Caminó hacía los necesitados sin ser llamada, simplemente porque se daba cuenta de la necesidad. Porque estaba atenta a la necesidad del otro, como en las bodas de Canaán.
En aquellos días, María partió y fue sin demora a un pueblo de la montaña de Judá. Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel. Apenas esta oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno, e Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó: "¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme? Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno. Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor". María dijo entonces: "Mi alma canta la grandeza del Señor, y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi Salvador porque él miró con bondad la pequeñez de su servidora. En adelante todas las generaciones me llamarán feliz, porque el Todopoderoso ha hecho en mí grandes cosas:¡su Nombre es santo! Su misericordia se extiende de generación en generación sobre aquellos que lo temen. Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los soberbios de corazón. Derribó a los poderosos de su trono y elevó a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías. Socorrió a Israel, su servidor, acordándose de su misericordia, como lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abraham y de su descendencia para siempre". María permaneció con Isabel unos tres meses y luego regresó a su casa.
En la eucaristía del papa Francisco del 12 de diciembre, el día de la Virgen de Guadalupe, en la basílica de San Pedro, se le leyó este Evangelio y comenzó su homilía el papa Francisco con esta pregunta. ¿Qué hizo la Virgen? La Virgen cantó y caminó.
La Virgen cantó.
Cantó la misericordia de Dios. Cantó su amor por últimos. Cantó que Dios se hubiese fijado en ella, en su nulidad, en su humillación y pobreza (al fin y al cabo, era una joven embarazada sin varón y eso creaba dudas incluso a José).
Pero cantó también la fidelidad de Dios a sus promesas para con su pueblo. Cantó su salvación de preferencia por los humildes, por los hambrientos, por los indefensos y no por lo poderosos. Cantó su santidad, las proezas, los favores de Dios para con su pueblo y con todos los hombres. Cantó, agradeció y se alegró de corazón porque Dios era grande y hace cosas grandes, porque Dios hace las cosas de otra forma.
Y la Virgen además caminó.
Caminó de prisa para ayudar a otra pobre mujer embarazada. Caminó con esfuerzo, porque subió la montaña; caminó hacía una mujer que la necesitaba y que quizás tenía miedo ante un embarazo extraño y milagroso. Caminó hacia el servicio. Caminó hacía los necesitados sin ser llamada, simplemente porque se daba cuenta de la necesidad. Porque estaba atenta a la necesidad del otro, como en las bodas de Canaán.
Y me surgió esta reflexión: cantar a Dios por su santidad y grandeza, y caminar con prontitud y con desinterés hacia el otro fue el programa de vida de la Virgen María ¿y no sería también nuestro programa de vida como monjas cistercienses?
Nosotras somos una orden cuya espiritualidad fragua su oración en canto coral comunitario. Cantamos las grandezas del Señor cada día siete veces con el mismo canto que Él quiere ser alabado en la Iglesia. Cantamos su canto en la Iglesia, no nuestras intimidades en la celda. Cantamos con esfuerzo, pero también con regocijo y esperanza. Cantamos con todos, para todos y con Dios. Cantamos con el alma y con el corazón a un Dios que es grande y que hace cosas grandes.
Pero también, y por supuesto, nuestra espiritualidad se concreta en el cap. 72 de la Regla Del buen celo que deben tener los monjes donde Benito coloca el servicio a la hermana de comunidad en el centro de nuestra vida y preocupaciones.
Practiquen, los monjes este celo con la más ardiente caridad, esto es, "adelántense para honrarse unos a otros" ; tolérense con suma paciencia sus debilidades, tanto corporales como morales; obedézcanse unos a otros a porfía; nadie busque lo que le parece útil para sí, sino más bien para otro; practiquen la caridad fraterna castamente; teman a Dios con amor; amen a su abad con una caridad sincera y humilde; y nada absolutamente antepongan a Cristo, el cual nos lleve a todos juntamente a la vida eterna.
Cantar a Dios y caminar hacia el servicio al otro, un programa para revisar hoy nuestra vida y un programa para encarar nuestro futuro.
Nosotras somos una orden cuya espiritualidad fragua su oración en canto coral comunitario. Cantamos las grandezas del Señor cada día siete veces con el mismo canto que Él quiere ser alabado en la Iglesia. Cantamos su canto en la Iglesia, no nuestras intimidades en la celda. Cantamos con esfuerzo, pero también con regocijo y esperanza. Cantamos con todos, para todos y con Dios. Cantamos con el alma y con el corazón a un Dios que es grande y que hace cosas grandes.
Pero también, y por supuesto, nuestra espiritualidad se concreta en el cap. 72 de la Regla Del buen celo que deben tener los monjes donde Benito coloca el servicio a la hermana de comunidad en el centro de nuestra vida y preocupaciones.
Practiquen, los monjes este celo con la más ardiente caridad, esto es, "adelántense para honrarse unos a otros" ; tolérense con suma paciencia sus debilidades, tanto corporales como morales; obedézcanse unos a otros a porfía; nadie busque lo que le parece útil para sí, sino más bien para otro; practiquen la caridad fraterna castamente; teman a Dios con amor; amen a su abad con una caridad sincera y humilde; y nada absolutamente antepongan a Cristo, el cual nos lleve a todos juntamente a la vida eterna.
Cantar a Dios y caminar hacia el servicio al otro, un programa para revisar hoy nuestra vida y un programa para encarar nuestro futuro.
MEDITACIÓN PARA LA SEMANA SANTA 2018
La
espiritualidad del Oficio Divino afirma que la finalidad del mismo es la
santificación del tiempo. Para ello nos reunimos 7 veces al día para recordar
explícitamente a Dios, al mismo tiempo que recordarnos que todo nuestro tiempo
es santo, es decir, tiempo de Dios; y que por lo mismo, tiene que estar
dedicado a Dios y a la alabanza de su amor.
Pues
bien, si todo el tiempo para el cristiano es santo, ¿cuánto más esta semana que
vamos a comenzar y a la que la tradición de la Iglesia ha llamado la semana
santa por excelencia? Semana Santa. Santa en primer lugar, porque vamos en
ella a hacer memoria, casi en tiempo cronológico, de los últimos días de Jesús
en nuestra carne humana. Pero santa, sobre todo, porque en esos acontecimientos
últimos de la vida y muerte de Jesús, Dios Padre se nos va a revelar como Amor
hasta el extremo, como auto donación de
amor al hombre hasta consentir en la muerte de su Hijo por nosotros. En esto
radica la santidad de esta semana,, aquí radica el asombro agradecido del
creyente. Por ello nos viene a la memoria el discurso de Pablo en Antioquía de
Pisidia:
Mirad los escépticos, pasmaos y
anonadaos; porque en vuestros días estoy realizando una obra tal que no os la
creeréis, aunque os la cuenten.
Si,
hermanas, esa es la semana de la gran obra de Dios, este es el amor hasta la
muerte que revela el corazón de la Trinidad. Por eso, cuando el Viernes nos
muestren por 3 veces solemnemente el crucifijo y nos proclamen: “Mirad el
árbol de la cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo”, ojalá Dios
nos conceda la inteligencia espiritual de creyente que al mirar la cruz sabe
ver hasta dónde llega el amor de Dios.
Y para
vivir con profundidad espiritual esta Semana Santa no tenemos que hacer nada
extraordinario: basta que nos dejemos guiar por la liturgia de la Iglesia y
acompañemos a Jesús en los últimos días en la tierra. Acompañarle con el afecto
más tierno de nuestro corazón en los días previos a su prendimiento, cuando el
“poder de las tinieblas” –como dicen
san Lucas- estaba tramando su muerte. Acompañarle con la intimidad del amigo en
la última cena con sus discípulos y aprender a lavar y a dejarnos lavar los
pies. Acompañarle en su angustia “con gritos y lágrimas de Getsemani, y
acompañar también a María al pie de la cruz. Y después esperar, no ante la
tumba vacía, sino en el huerto de nuestro corazón donde habita la esperanza
cierta de su resurrección.
Semana Santa. Semana para contemplar las
grandes verdades de nuestra fe y asentarnos definitivamente en la alegría y en
la paz pascual. Porque a pesar de las grandes pruebas, injusticias y
sufrimientos que dominan ahora las realidades del mundo, la muerte y
resurrección de Cristo Jesús es la prueba definitiva del amor de Dios, del
triunfo de la vida, de la victoria del bien sobre el mal. Por eso después de
leer, meditar y rezar las narraciones de la Pasión del Señor, ¡ qué consolador
resulta recordar sus palabras!
“Os digo esto para que, unidos a
mi, tengáis paz: en medio del mundo tendréis luchas, pero ánimo, que yo he
vencido al mundo”
Solo
así podemos denominar “santa” a esta semana, sólo así podemos anonadarnos ante
Dios, porque tanto sufrimiento, tanta maldad, tanta injusticia, no acaba en
muerte sino en vida. Porque Dios todo lo convierte en VIDA.
CAPÍTULO 49 DE LA REGLA DE SAN BENITO
La Santa Cuaresma es para
San Benito el tiempo modelo. El tiempo ideal de la vida del monje, un tiempo en
el que intentamos vivir con profundidad lo que deberíamos vivir a lo largo de
todo el año.
Es, pues, una nueva
oportunidad que se nos ofrece para revisar nuestra existencia, nuestras actitudes,
nuestro vivir cotidiano, a la luz de una
más viva reflexión sobre el amor que Dios nos tiene. Se trata de intentar vivir
durante este tiempo en una cada vez más profunda conciencia del personal del
admirable amor de Dios para con nosotras y de la pequeña respuesta que le
damos.
Todas sabemos, y creemos,
que el perdón de Dios borra todos los pecados. Que nuestros pecados una vez
confesados, y perdonados, no conviene ser ni recordarlos: deben abandonarse en
la región del olvido. Y sin embargo, para San Benito, y toda la tradición
monástica, el perdón no seca la fuente de las lágrimas.
… que borren también en estos días santos todas las
negligencias de otros tiempos. Lo cual haremos convenientemente, si nos
apartamos de todo vicio y nos entregamos a la oración con lágrimas, a la
lectura, a la compunción del corazón y a la abstinencia. (RB. 49, 2-3)
La oración con lágrimas y la
compunción / dolor de corazón que nos
reclama aquí san Benito, va más allá de
la penitencia y del dolor por los
pecados. La compunción, las lágrimas, son el fruto de una gracia especial de
Dios que nos deja conocer nuestros límites a través de nuestros pecados para
que así calibremos hasta dónde podemos
llegar en nuestro egoísmo, hasta dónde podemos caer en nuestras
autosuficiencias, qué condenación merecemos si Dios no nos hubiese salvado.
Pero, por otra parte, es la gracia también de percibir
claramente qué grande es la majestad de
Dios y qué pronto nos olvidamos de sus misericordias. Qué infinita es su
sabiduría para guiar nuestra vida y como siempre nos cuesta seguir sus planes.
Cómo nos ha cuidado y protegido con amor durante toda nuestra vida y qué respuesta
a ese amor más mezquina ha recibido de nuestra parte.
Este conocimiento
experimentado y vivo del amor de Dios nos debe provocar dolor, luto, compunción, pena, porque nos damos cuenta de que “no
somos más”, que aún nos falta mucho para llegar a ser la monja que Dios espera
de nosotras. Y como decía una canción de mi época juvenil, experimentamos
vivamente “que aún no soy yo, que aún no soy yo”.
Y sin embargo, estas lágrimas,
este dolor, no lo provoca una emoción de tristeza, sino la emoción de una intensa
alegría. Sentimos dolor, nos duele nuestra pequeñez, porque experimentamos vivamente
el amor de Dios y eso es un gran gozo. Son, pues, lágrimas de alegría y dulce dolor de corazón por
sabernos salvadas absolutamente por
gracia; porque Dios es bueno y nos ama. Nada más.
Para
conservar este gozoso dolor, esta conciencia del amor de Dios siempre más
grande, san Benito nos dice que necesitamos remover los obstáculos que nos lo
puedan amortiguar tales como la frivolidad, la risa estrepitosa y toda chabacanería.
Y crear un ambiente favorable: pobreza, soledad, lectio y la oración, y cómo no, la práctica de
las penitencias exteriores.
Pidamos, pues, que Dios nos
regale en esta Cuaresma el gozo de esas lágrimas, fruto de un corazón que se
siente inmensamente amado y que sabe que nunca llegará a agradecer
convenientemente tanto amor.
Fin de Año: Capítulo 73 de la Regla de San Benito
La regla de San
Benito es un camino sencillo: un principio de cambio de vida. El monje no tiene
necesidad de hacer cosas espectaculares, ni de ocultar sus defectos porque
probablemente nosotras seamos también del grupo de monjes “perezosos, licenciosos y negligentes” que componían la comunidad de
Benito y tal vez ya no estamos ni en condiciones de proponernos a nosotras
mismas grandes proyectos espirituales para el futuro imitando a los Padres y
Madres del Desierto o a Casiano o a Basilio. Pero eso si. Todavía estamos en
condiciones de practicar esta mínima regla que nos propone Benito. Todavía
estamos en condiciones de crecer espiritualmente, de “apresurarnos hacia la patria celestial… por los caminos del Evangelio”.
Y es significativo que cuando acaba su Regla San Benito, aún reconociendo humildemente que dejamos mucho
de desear o que no estamos físicamente para muchos trotes, todavía nos siga
estimulando en este último capítulo de su regla a correr
-
correr hacía la perfección de la vida monástica
-
apresurarnos a que por un camino recto
alcancemos a nuestro creador
-
llevar hacia la cumbre de la perfección
-
llegar a la
cumbre de doctrina y virtudes
Es como si nos
dijera: Venga, todavía estáis a tiempo de
seguir al Señor. Todavía estáis a tiempo de ser santas, de ser cada día
mejores, de crecer espiritualmente siguiendo al Señor.
Dice Chittister,
la benedictina, que en este último capítulo san Benito nos promete que la meta
de la pretensión humana de llegar hasta Dios está a nuestro alcance basta que
queramos crecer espiritualmente cada día. Que no importa que tengamos tendencia
a ser “perezosos, licenciosos y negligentes” pues como nos recuerda otra
gran cristiana, Etty Hillesum
Hay en mí un pozo muy profundo. Y
en ese pozo está Dios. A veces consigo llegar hasta él, pero lo más frecuente
es que las piedras y los escombros obstruyan el pozo, y Dios quede sepultado.
Entonces es necesario volver a sacarlo a la luz. VOY A AYUDARTE, DIOS MIO, A NO APAGARTE EN MÍ
Así que al final
de su Regla san Benito nos asegura que lo urgente y primordial es volver a comenzar.
CAPITULO LIX
LOS HIJOS DE NOBLES O DE POBRES QUE SON OFRECIDOS
Si quizás algún noble ofrece su hijo a Dios en el monasterio, y el
niño es de poca edad, hagan los padres la petición que arriba dijimos, y
ofrézcanlo junto con la oblación, envolviendo la misma petición y la mano del
niño con el mantel del altar.
En cuanto a sus bienes, prometan bajo juramento en la mencionada
petición que nunca le han de dar cosa alguna, ni le han de procurar ocasión de
poseer, ni por sí mismos, ni por tercera persona, ni de cualquier otro modo.
Pero si no quieren hacer esto, y quieren dar una limosna al monasterio en
agradecimiento, hagan donación de las cosas que quieren dar al monasterio, y si
quieren, resérvense el usufructo.
Ciérrense así todos los caminos, de modo que el niño no abrigue
ninguna esperanza que lo ilusione y lo pueda hacer perecer, lo que Dios no
permita, como lo hemos aprendido por experiencia.
Lo mismo harán los más pobres. Pero los que no tienen absolutamente
nada, hagan sencillamente la petición y ofrezcan a su hijo delante de testigos,
junto con la oblación.
Buena parte de las reglas monásticas antigua tomaban en consideración
el caso de la acogida de niños en el monasterio por cuestiones de formación en
las enseñanzas cristianas y en el temor de Dios. Sin embargo, solo al llegar a
la edad adulta, era la decisión del joven la que validaba dicha entrada
jurídicamente.
Sin embargo, san Benito introduce, en este capítulo, una grave
innovación porque, aunque el ofrecimiento del niño haya sido hecho por sus
padres, dicha oblación tiene para el
niño una validez irrevocable. Es una verdadera profesión monástica y, por lo
tanto, tiene su misma validez sagrada: el mismo carácter de ofrecimiento total
a Dios. Por eso, como en una profesión en el momento del ofertorio se lee la carta de profesión y se firma ante el
altar, en el caso de los niños se envuelve su mano en mantel del altar y se
deposita la carta que regula las cuestiones patrimoniales a las que se
compromete el y su familia de por vida.
Pero lo que más llama la atención de este capítulo es clara concepción
de San Benito de que la entrada en el monasterio, la profesión monástica es una
ruptura total con los valores del mundo. La renuncia al mundo es una salida de
la mundanidad que olvida a Dios, una salida de la pasión por tener cosas; una
salida de un modo de vivir que solo anhela poseer, disfrutar, divertirse… Decía
abba Isaías que no se puede mirar con un
ojo al cielo y con el otro a la tierra. Por eso San Antonio abandonó la
herencia paterna y la familia para adentrarse al desierto. San Benito dejo
estudios y familia para adentrarse en Subiaco. San Francisco se desnudó ante su
padre y el obispo como una afirmación de empezaba una vida nueva en Cristo.
Seguramente no se nos pide ahora gestos de ruptura tan radicales, pero
la fuga mundi como contestación y
rechazo de los valores que en el mundo distraen del recuerdo de Dios, sí.
Porque si no estamos atentas, la mentalidad mundana de poseer y disfrutar,
también llega a los monasterios. Y queremos tener la mejor comida, el trabajo
más agradable y reconocido, que no nos falte el ordenador, el teléfono, las
amistades más generosas con nuestros caprichos o con nuestras familias, etc. Y
esa no es la vida nueva.
La vida nueva es una ruptura con todo eso, con todos estos valores que
no tienen más horizonte que aquí abajo. Que no miran ni entienden el misterio
de Dios, que han olvidado la vida en familiaridad con Dios y el futuro de hijos en el Hijo al que nos llama.
Eso es, sin embargo, a lo que invita san Benito a sus monjes al
admitirles a la profesión monástica: a renunciar, a salir de este mundo
contaminado de valores terrenos y falsos, para vivir la vida de otro modo y anticipar
otro mundo, el de los valores del Reino de Dios. Lo cual significa morir al
hombre viejo para vivir como hombres nuevos en Cristo. “Estar en el mundo sin ser del mundo”
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