“El amor es causa de la búsqueda, y la búsqueda es fruto del amor”
(Scant 84,I, 5).
El sentido de la vida monástica, según san Benito, es la búsqueda de Dios, una búsqueda que, para Bernardo, nunca termina: se busca a Dios en el movimiento mismo del deseo, en una ascensión del hombre hacia el infinito de Dios, en el que el alma “no deja de emprender, comienzo tras comienzo, comenzando sin cesar”.
Se pregunta Bernardo: ¿Cuál es el límite para buscar a Dios? La respuesta es que no hay límite ni medida, y para ello cita el salmo: “Buscad continuamente su rostro”. Él mismo reconoce que ni aun cuando lo encontremos dejaremos de buscarlo. Aunque no podemos perder de vista, que no es el hombre quien busca primero a Dios, sino Dios quien busca primero al hombre. Si uno busca de verdad a Dios es porque de algún modo ha tenido cierta experiencia de él, ha sido hallado antes de hallarlo. El mismo Bernardo dice también, que nadie puede buscar a Dios sin antes haberlo encontrado.
En la búsqueda mutua de Dios al hombre y del hombre a Dios confluyen inseparablemente el deseo del hombre y la gracia de Dios, o dicho de otro modo, la libertad y la gracia. Para Bernardo la gracia es ofrecida para el libre ejercicio de la libertad. Sin la gracia, la libertad queda aniquilada. La gracia, que es el amor gratuito de Dios, precede siempre al hombre, el cual actúa unificadamente con ella en una acción indivisa. La libertad es la suprema dignidad del hombre, es la imagen y la huella de Dios en él, que nunca se pierde. Con ella podemos elegir o no a Dios.
Y el feliz “encuentro”, no extingue los santos deseos, sino que los prolonga. ¿Acaso la plenitud del gozo adormece la añoranza? Es poner más aceite en la llama. Así es. Desbordará de alegría, pero no se agota el deseo ni la búsqueda. Imagina, si puedes, esta diligente búsqueda sin indigencia, ese deseo sin ansiedad (Scant. 84, I, 1).
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