El ayuno, la oración y la limosna, tal como los presenta Jesús
en su predicación (cf. Mt 6,1-18), son las condiciones y la expresión de
nuestra conversión. La vía de la pobreza y de la privación (el ayuno), la
mirada y los gestos de amor hacia el hombre herido (la limosna) y el diálogo
filial con el Padre (la oración) nos permiten encarnar una fe sincera, una
esperanza viva y una caridad operante.
1. La fe nos llama a acoger la Verdad y a ser testigos, ante Dios
y ante nuestros hermanos y hermanas.
En este tiempo de Cuaresma, acoger y vivir la Verdad que se
manifestó en Cristo significa ante todo dejarse alcanzar por la Palabra de
Dios, que la Iglesia nos transmite de generación en generación. Esta Verdad
no es una construcción del intelecto, destinada a pocas mentes elegidas,
superiores o ilustres, sino que es un mensaje que recibimos y podemos
comprender gracias a la inteligencia del corazón, abierto a la grandeza de
Dios que nos ama antes de que nosotros mismos seamos conscientes de ello. Esta
Verdad es Cristo mismo que, asumiendo plenamente nuestra humanidad, se hizo
Camino -exigente pero abierto a todos- que lleva a la plenitud de la Vida.
El ayuno vivido como experiencia de privación, para quienes lo
viven con sencillez de corazón lleva a descubrir de nuevo el don de Dios y a
comprender nuestra realidad de criaturas que, a su imagen y semejanza,
encuentran en Él su cumplimiento. Haciendo la experiencia de una pobreza
aceptada, quien ayuna se hace pobre con los pobres y “acumula” la riqueza del
amor recibido y compartido. Así entendido y puesto en práctica, el ayuno
contribuye a amar a Dios y al prójimo en cuanto, como nos enseña Santo Tomás
de Aquino, el amor es un movimiento que centra la atención en el otro
considerándolo como uno consigo mismo (cf. Carta enc. Fratelli tutti, 93).
Del Mensaje del Papa Francisco para la cuaresma de este año.
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