Juan recorrió toda la comarca del Jordán, predicando un bautismo
de conversión para perdón de los pecados, como está escrito en el libro de los
oráculos del profeta Isaías: Una voz grita en el desierto: “Preparad el camino
del Señor, allanad sus senderos. ¡Y toda
carne verá la salvación de Dios!” (Lc 3, 1-6)
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Hora es ya de que consideremos el
tiempo mismo en que vino el Salvador. Vino, en efecto –como sin duda bien
sabéis– no al comienzo, no a la mitad, sino al final de los tiempos. Y esto no
se hizo porque sí, sino que, conociendo la Sabiduría la propensión de los hijos de Adán a la
ingratitud, dispuso muy sabiamente prestar su auxilio cuando éste era más
necesario. Realmente atardecía y el día iba ya de caída; el Sol de justicia se
había prácticamente puesto por completo, de suerte que su resplandor y su calor
eran seriamente escasos sobre la tierra. La luz del conocimiento de Dios era
francamente insignificante y, al crecer la maldad, se había enfriado el fervor de
la caridad.
Ya no se aparecían ángeles ni se oía
la voz de los profetas; habían cesado como vencidos por la desesperanza, debido
precisamente a la increíble dureza y obstinación de los hombres. Entonces yo digo –son palabras del hijo–: «Aquí estoy». Oportunamente, pues, llegó la
eternidad, cuando más prevalecía la temporalidad. Porque –para no citar más que
un ejemplo– era tan grande en aquel tiempo la misma paz temporal, que al edicto
de un solo hombre se llevó a cabo el censo del mundo entero.
Conocéis ya la persona del que viene
y la ubicación de ambos: de aquel de quien procede y de aquel a quien viene; no
ignoráis tampoco el motivo y el tiempo de su venida. Una sola cosa resta por
saber: es decir, el camino por el que viene, camino que hemos también de
indagar diligentemente, para que, como es justo, podamos salirle al encuentro.
Sin embargo, así como para operar la salvación en medio de la tierra, vino una
sola vez en carne visible, así también, para salvar las almas individuales,
viene cada día en espíritu e invisible, como está escrito: Nuestro aliento vital es el Ungido
del Señor. Y para que
comprendas que esta venida es oculta y espiritual, dice: A su sombra viviremos entre las
naciones. En consecuencia, es
justo que si el enfermo no puede ir muy lejos al encuentro de médico tan
excelente, haga al menos un esfuerzo por alzar la cabeza e incorporarse un
tanto en atención al que se acerca.
No tienes necesidad, oh hombre, de
atravesar los mares ni de elevarte sobre las nubes y traspasar los Alpes; no,
no es tan largo el camino que se te señala: sal al encuentro de tu Dios dentro
de ti mismo. Pues la palabra
está cerca de ti: la tienes en los labios y en el corazón. Sal a su encuentro con la
compunción del corazón y la confesión sobre los labios, para que al menos
salgas del estercolero de tu conciencia miserable, pues sería indigno que
entrara allí el Autor de la pureza.
Lo dicho hasta aquí se refiere a
aquella venida, con la que se digna iluminar poderosamente las almas de todos y
cada uno de los hombres.
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Que en este adviento, mientras esperamos y preparamos el retorno
definitivo del Hijo de Dios, cambiemos nuestras amarguras en gozo y alegría,
auténticos frutos de la justicia y el amor
(San Bernardo de
Claraval, Sermón 1 en el
Adviento del Señor (9-10:
Opera omnia, edit. Cist. 4, 1966, 167-169)
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