Asombrados
y sumergidos en el “Gran Misterio de Salvación” que se celebra litúrgicamente en
esta Santa Semana, hemos llegado al gran
silencio del Sábado Santo, en que Cristo está como desaparecido, oscurecido,
oculto en el sepulcro de mi vida. Dios espera de mi autenticidad, veracidad,
franqueza, sinceridad. No espera ni
quiere dobleces en mi vida.
Sin embargo, también en este silencio de este Sábado Santo, en que Cristo ha descendido a los infiernos, una semilla ha comenzado a brotar en mi corazón. Una semilla que nutre mi conciencia y clama que Dios ha muerto por mi para salvarme, porque me ama. Lo que significa que si quiero vivir en Él no puedo más que contemplar esas tinieblas en las que se encuentra Dios y ser consciente de mi nada para resucitar mañana con Él y convertirme en un hombre o mujer nuevos, lleno de vida y de esperanza.
¡Señor,
hoy clamo con todas mis fuerzas: que la noche oscura del Sábado Santo no sea
para mí más que un momento pasajero! ¡Dios silencioso y amoroso, envía un rayo
de luz que ilumine mi alma y caliente mi corazón de piedra para que arda de
amor, de esperanza, de caridad, de generosidad, de entrega absoluta! ¡Señor,
has descendido a los infiernos, y estás solo por culpa, de mi abandono; no se
oye ninguna voz ni ningún quejido; Tú que eres el amor de los amores hoy te
tiendo mi temblorosa mano para que la cojas y caminemos juntos y que en lo más
profundo de mi soledad, Señor aprenda de Ti, cómo amar y ser amado.
¡Transfórmame, Señor! ¡Renuévame, Señor! ¡Guíame, Señor! ¡Concédeme, Señor, una
fe sencilla que no se turbe cuando me llames en los momentos de tribulación,
soledad, abandono, sufrimiento y lucha! ¡Hazme, Señor, una persona pascual en
el silencio de este Sábado Santo! ¡María, Madre del silencio amoroso, me acojo
a Ti para que vayamos juntos en el camino de la vida!
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