La fraternidad cristiana vivida en los monasterios cistercienses
Intervención del P. Lluc
Torcal, Procurador General de la Orden
Abstract
¿Cómo se vive la fraternidad cristiana en los monasterios
cistercienses? Basada en la humildad y el perdón, la experiencia de la
fraternidad tiene sus raíces en la experiencia del amor de Dios, que los monjes
y monjas cistercienses viven desde su llamada a entrar en el monasterio. El
amor particular, único y delicado que Dios siente por cada persona, en el
monasterio puede y debe transformarse en amor incondicional por el hermano, por
la hermana de la comunidad, en el servicio y en el reconocimiento del prójimo,
que Dios nos da en cada comunidad.
Partiendo de un texto de la
sierva de Dios y monja cisterciense M. María Evangelista Quintero Malfaz, el
texto reflexiona sobre el origen profundo y último del amor fraterno que se
vive en las comunidades cistercienses, para ofrecerlo al mundo como fundamento
para vivir una fraternidad universal y un profundo respeto por el ser humano.
Texto
M. María Evangelista Quintero Malfaz, en un texto de su
obra “Misericordias de Dios Comunicadas” (n. 5, Día de San Juan, 27 de
diciembre de 1633), contemplando el misterio de la Santísima Trinidad, dice
intentando transcribir en palabras lo que entendía que Dios le decía:
No somos, sino, sobre todo, migajas del ser de Dios. No
somos, sino, sobre todo, joyas que adornan la casa de Dios. Cabe decir, cada
uno de nosotros somos expresión infinitamente inigualable de un amor
particularizado de Dios. Esto es lo que nos hace ser a cada uno lo que somos. Y
esto, en un mundo como el nuestro, con tantos millones de personas, con tanta
gente desgraciada, con tanta gente que vive sin sentido, decir esto, que cada
uno de nosotros somos esa expresión única de un amor de Dios y, ojalá, hacerlo
sentir a cada uno de nosotros es algo extremadamente no sólo impresionante, sino,
sobre todo, permítanme la palabra, revolucionario. Es algo que debería hacernos
cambiar nuestro sentir de la vida, el sentido que damos al estar los unos con
los otros, la comprensión de la fraternidad profunda que tenemos por ser cada
uno de nosotros, criatura de Dios, llamada a ser hijo de Dios.
Todo esto debería transformar de alguna forma nuestra
forma de relacionarnos con el mundo, con los hermanos, con nuestra realidad y
salir a despertar a todos, para que pudieran experimentar este amor
particularizado de Dios. Esta realidad es tan profunda que de alguna forma
quien la descubre no puede sino vivir ya por Dios y para Dios, porque entiende
que ese amor es constitutivo de aquello que él es.
Quien busca en este mundo el sentido de su vivir e
intenta dar un poco de sentido a su historia y a la historia de todos, cuando
encuentra la realidad y la profundidad de su ser, se prostra ante el misterio
de Dios. Esto es lo que ha nutrido generación tras generación tantos monjes y
monjas cistercienses, que han querido compartir su experiencia de Dios junto a
otros hermanos y hermanas que han vivido una experiencia semejante de Dios y
que, por ello, con sus vidas mismas, dan testimonio que se puede vivir en este
mundo fraternalmente, amándonos, aceptándonos y respetándonos, como Dios nos
ama.
Hemos ido al corazón mismo de la fuente de la fraternidad:
el amor de Dios que nos une. Y esta es la fuente misma de la caridad monástica,
de la comunión y fraternidad de la vida monástica y cisterciense. Por eso el
monaquismo cisterciense convirtió la escuela del servicio divino de la Regla de
San Benito, en una escuela de la caridad. Una escuela donde aprender a vivir
fraternalmente como respuesta al amor que cada monje o monja recibe de Dios
mismo. Todo, en el monasterio cisterciense, sirve para saborear el amor de Dios
y responder a él mediante el don de sí mismo al servicio del hermano. Y eso es
posible porque se reconoce en el otro, uno igual que yo mismo, uno como yo, tan
necesitado como yo de amor y de sentido, uno que Dios no solo ha llamado a
compartir la misma vida que uno intenta vivir, sino que ante todo ha creado con
un amor tan especial y particular como con el que me ha creado a mí.
Por eso, a pesar de las dificultades que entraña nuestra
humanidad, a pesar incluso de las tensiones que puedan vivirse en una comunidad
monástica, este reconocimiento incondicional de la alteridad del otro, de su
dignidad y de su ser creado a imagen y semejanza de Dios, que lo hace en
definitiva no sólo otro diferente de mí sino, sobre todo, otro semejante a mí,
mi hermano, mi hermana, es el fundamento que permite que se pueda vivir
fraternamente y en comunión en la comunidad.
Naturalmente esto no se hace sino es en el seguimiento de
Cristo, quien ha venido a este mundo para restablecer los lazos de comunión con
Dios y de fraternidad entre los hombres, que habían quedado destruidos. En
efecto, el monje, la monja, siguen a Cristo y miran de no anteponer nada al
amor de Cristo como nos invita la Regla de San Benito. A Cristo que en el
Evangelio nos ha pedido que amemos a Dios con todas nuestras fuerzas, y al
prójimo, al hermano y a la hermana, como él mismo nos ha amado. Por esto, el
monje y la monja cistercienses están llamados a vivir un amor cuya medida es el
amor a Dios y, al prójimo, sin el cual no se ama a Dios, sin mediada. Un amor
como el de Cristo mismo.
El listón es alto, pero este es el verdadero y profundo
sentido de la vida monástica cisterciense. Sus construcciones, su arte, su
proyección social y cultural, no pueden explicarse sino es desde esta
perspectiva. Todo nace de una relación de amor con Dios que se expresa en el
amor incondicional al hermano, a la hermana, y que se expande más allá de los
muros del monasterio, dando testimonio del Dios que ama sin excepción alguna a
todos y cada uno de los hombres y mujeres de este mundo, y que pide que respondamos
a su amor, amándole en cada uno de los hombre y mujeres con quienes caminamos
juntos durante los días que pasamos por este mundo.
Esto no significa que en la comunidad monástica se viva
plenamente esta vocación al amor. La fragilidad humana se interpone muchas
veces a esta llamada. Esto abre la puerta a otra realidad que hace mucho más
creíble esta vocación: la humildad y el perdón. La vida monástica no impone
nada a quien a ella se acerca: da testimonio de un amor que es más grande que
nuestro pobre amor al hermano, a la hermana, y que por ello se vive en
humildad. En la humildad, los monjes reconocemos que solo podemos aprender de Dios
este misterio del amor y que solo podemos entender que es Dios mismo se
muestra, nos enseña y nos habla de sí mismo; experimentamos nuestra pequeñez y
nuestra debilidad ante el infinito amor de Dios. No es una pequeñez absoluta,
sino que se trata de una fragilidad que afirma la fuerza de Dios en nosotros y que
nos invita a aprender y a gustar la necesidad de vivir humildemente como Dios mismo
se ha acercado a nosotros en Cristo, haciéndose pequeño para enseñarnos a
nosotros cómo es el mismo y a entrar en comunión con nosotros mismos. Por eso,
la humildad es una disposición fundamental para vivir una auténtica fraternidad.
Y, junto a la humildad, la otra actitud fundamental para
vivir auténticamente la fraternidad es el perdón. El perdón que pedimos a Dios
en la oración del Padrenuestro y al que nos obligamos en relación a nuestros
hermanos, en la misma oración: “así como nosotros perdonamos a los que nos
ofenden”. La vida monástica no es ingenua: sabe que, en nuestra fragilidad, no
siempre nos amamos como hermanos o hermanas, y que por ello es necesario
perdonarnos, incluso setenta veces siete, como dice el Evangelio. Mediante el
perdón, reconocemos no sólo que no podemos vivir siempre en la comunidad la
vocación al amor a la que Dios nos llama, sino que, sobre todo, cada uno de
nosotros tenemos necesidad de ser perdonados porque sabemos que muchas veces
vivimos más centrados en nosotros mismos y no en el servicio al otro, al
hermano. El perdón restablece de raíz la relación fraterna porque recoloca
nuestra relación en la justa perspectiva del reconocimiento del otro como otro,
como mi hermano, mi hermana.
La vida monástica, viviendo para Dios, en el seguimiento
incondicional de Cristo, es fundamentalmente testimonio de que en este mundo es
posible vivir fraternalmente, reconociendo al otro, sea de dónde sea, piense lo
que piense, sea como sea, como a otro. Reconociéndolo en el misterio que lo une
en la profundidad de su ser conmigo y con todos los otros hombres y mujeres de
este mundo, porque reconoce en él, la presencia del Dios que lo ama
incondicionalmente y de forma única y personalizada. La vida monástica
cisterciense da testimonio que puede vivirse en este mundo fraternalmente, a
condición de vivir nuestra condición humana humildemente, sin creernos el
centro del mundo ni vivir auto referidos a nosotros mismos. La vida monástica,
en definitiva, da testimonio de fraternidad porque es escuela de caridad y, por
ello, de perdón.
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