9 dic 2025

El VII Congreso Internacional de Abadías Cistercienses de Alcobaça (Portugal)


 La fraternidad cristiana vivida en los monasterios cistercienses

Intervención del P. Lluc Torcal, Procurador General de la Orden

Abstract

¿Cómo se vive la fraternidad cristiana en los monasterios cistercienses? Basada en la humildad y el perdón, la experiencia de la fraternidad tiene sus raíces en la experiencia del amor de Dios, que los monjes y monjas cistercienses viven desde su llamada a entrar en el monasterio. El amor particular, único y delicado que Dios siente por cada persona, en el monasterio puede y debe transformarse en amor incondicional por el hermano, por la hermana de la comunidad, en el servicio y en el reconocimiento del prójimo, que Dios nos da en cada comunidad.

Partiendo de un texto de la sierva de Dios y monja cisterciense M. María Evangelista Quintero Malfaz, el texto reflexiona sobre el origen profundo y último del amor fraterno que se vive en las comunidades cistercienses, para ofrecerlo al mundo como fundamento para vivir una fraternidad universal y un profundo respeto por el ser humano.

Texto

M. María Evangelista Quintero Malfaz, en un texto de su obra “Misericordias de Dios Comunicadas” (n. 5, Día de San Juan, 27 de diciembre de 1633), contemplando el misterio de la Santísima Trinidad, dice intentando transcribir en palabras lo que entendía que Dios le decía:

 Tengo yo mis contentos en que el alma me conozca. ¿No veis que sois unas migajitas de mí ser? Sois como unas joyas que adornan mi casa. Y mostrando el Señor cómo el alma la había Su Majestad hecho a su semejanza –en cuanto ser espíritu capaz de conocerlo y verlo–, mostraba como hechuras del Espíritu de Dios y salidas de su corazón, y como unas migajas de sí mismo –que nos había producido con su soplo–, y mostraba cómo nos amaba tiernamente.

 La experiencia de quien ha vivido esta unidad con Dios, este encuentro con Dios, esa presencia de la Trinidad en la propia vida, es la experiencia de conocer ese gran amor que Dios quiere compartir con nosotros y comparte con nosotros, ese amor con el que nos ama y se relaciona con nosotros, un amor que es increíble en el sentido precisamente de que si se explica a los hombres pocos creen que Dios puede amar como nos está amando, porque si creyéramos que Dios nos ama como nos ama, de hecho, iríamos todos un poco locos por Dios, porque su amor infinito, el amor de su plenitud, su amor interno a sí mismo, que le hace precisamente ser Trinidad, es el mismo amor que nos está ofreciendo a cada uno de nosotros de una forma personalizada, delicada, poniendo nuestro nombre en sus labios, digámoslo así, llamándonos a cada uno por aquello que somos.

 Por esto, el descubrimiento en la fe, esto es, la experiencia de fe de esta admirable monja y, junto a ella, la de tantos otros monjas y monjes cistercienses, que le hace decir en boca de Dios, tengo yo mis contentos en que el alma me conozca, es el descubrimiento siempre sorprendente y fascinante que Dios se alegra cuando conocemos a Dios, cuando amamos a Dios, cuando caminamos hacia Dios, cuando deseamos a Dios. Y si eso es lo que alegra a Dios, eso es algo paradoxal: parece que deberíamos ser nosotros los que deberíamos agradecer a Dios que nos ame, mientras que es él quien de alguna forma nos agradece que le amemos. Tengo yo mis contentos en que el alma me conozca. Dios se alegra que el alma le conozca, que el alma se ponga en disposición para conocer a Dios.

 La razón de esta alegría de Dios, de este gozo de Dios, y la razón por haber empezado esta conferencia citando a esta nueva sierva de Dios y con ella, al corazón mismo de la mística cisterciense, lo indica la misma M. María Evangelista: ¿No veis que sois unas migajitas de mí ser? Sois como unas joyas que adornan mi casa.

 La razón explicativa de ello es que hombres y mujeres, según la visión del hombre que se deriva de la antropología cisterciense, todos hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios. Si esta es la razón que explica este deseo de Dios de ser amado por nosotros, la razón profunda de ello es precisamente que Dios nos ama a cada uno de nosotros de una forma particular, haciéndonos precisamente migajitas de su ser, joyas que adornan su casa, esto es, creándonos a cada uno de nosotros en una forma particular, diferente y única, a su imagen y semejanza. Y porque nos ama y nos ha creado como somos, desea, que nosotros respondamos con amor a su propio amor. Así nos hace entender lo que cada uno de nosotros somos en profundidad.

No somos, sino, sobre todo, migajas del ser de Dios. No somos, sino, sobre todo, joyas que adornan la casa de Dios. Cabe decir, cada uno de nosotros somos expresión infinitamente inigualable de un amor particularizado de Dios. Esto es lo que nos hace ser a cada uno lo que somos. Y esto, en un mundo como el nuestro, con tantos millones de personas, con tanta gente desgraciada, con tanta gente que vive sin sentido, decir esto, que cada uno de nosotros somos esa expresión única de un amor de Dios y, ojalá, hacerlo sentir a cada uno de nosotros es algo extremadamente no sólo impresionante, sino, sobre todo, permítanme la palabra, revolucionario. Es algo que debería hacernos cambiar nuestro sentir de la vida, el sentido que damos al estar los unos con los otros, la comprensión de la fraternidad profunda que tenemos por ser cada uno de nosotros, criatura de Dios, llamada a ser hijo de Dios.

Todo esto debería transformar de alguna forma nuestra forma de relacionarnos con el mundo, con los hermanos, con nuestra realidad y salir a despertar a todos, para que pudieran experimentar este amor particularizado de Dios. Esta realidad es tan profunda que de alguna forma quien la descubre no puede sino vivir ya por Dios y para Dios, porque entiende que ese amor es constitutivo de aquello que él es.

Quien busca en este mundo el sentido de su vivir e intenta dar un poco de sentido a su historia y a la historia de todos, cuando encuentra la realidad y la profundidad de su ser, se prostra ante el misterio de Dios. Esto es lo que ha nutrido generación tras generación tantos monjes y monjas cistercienses, que han querido compartir su experiencia de Dios junto a otros hermanos y hermanas que han vivido una experiencia semejante de Dios y que, por ello, con sus vidas mismas, dan testimonio que se puede vivir en este mundo fraternalmente, amándonos, aceptándonos y respetándonos, como Dios nos ama.

 Esta experiencia genuinamente cisterciense es lo que estamos todos llamados no sólo a vivir sino también a proclamar para que los otros puedan descubrir esta particular mirada de Dios que nos hace ser a cada uno como somos. Naturalmente esto tiene sus consecuencias, pues nos debería hacer mirar a cada uno, desde esa perspectiva, tanto al hermano que amamos como a aquél a quién no amamos, aquél que parece contrario a nosotros, al que tiene ideas y formas de pensar y de vivir, incluso, opuestas a las nuestras, al desgraciado que está tirado por este mundo, a quién vive sin sentido por este mundo, etcétera… Cada uno de estos hombres que conviven con nosotros son hijos e hijas de Dios, experimentan en su interior profundo este amor de Dios, aunque sean tantas veces incapaces ni tan siquiera de reconocerlo, y aun así, Dios nos está amando, les está amando con este amor único y personalizado, que nos y les hace ser aquello que somos y son.

Hemos ido al corazón mismo de la fuente de la fraternidad: el amor de Dios que nos une. Y esta es la fuente misma de la caridad monástica, de la comunión y fraternidad de la vida monástica y cisterciense. Por eso el monaquismo cisterciense convirtió la escuela del servicio divino de la Regla de San Benito, en una escuela de la caridad. Una escuela donde aprender a vivir fraternalmente como respuesta al amor que cada monje o monja recibe de Dios mismo. Todo, en el monasterio cisterciense, sirve para saborear el amor de Dios y responder a él mediante el don de sí mismo al servicio del hermano. Y eso es posible porque se reconoce en el otro, uno igual que yo mismo, uno como yo, tan necesitado como yo de amor y de sentido, uno que Dios no solo ha llamado a compartir la misma vida que uno intenta vivir, sino que ante todo ha creado con un amor tan especial y particular como con el que me ha creado a mí.

Por eso, a pesar de las dificultades que entraña nuestra humanidad, a pesar incluso de las tensiones que puedan vivirse en una comunidad monástica, este reconocimiento incondicional de la alteridad del otro, de su dignidad y de su ser creado a imagen y semejanza de Dios, que lo hace en definitiva no sólo otro diferente de mí sino, sobre todo, otro semejante a mí, mi hermano, mi hermana, es el fundamento que permite que se pueda vivir fraternamente y en comunión en la comunidad.

Naturalmente esto no se hace sino es en el seguimiento de Cristo, quien ha venido a este mundo para restablecer los lazos de comunión con Dios y de fraternidad entre los hombres, que habían quedado destruidos. En efecto, el monje, la monja, siguen a Cristo y miran de no anteponer nada al amor de Cristo como nos invita la Regla de San Benito. A Cristo que en el Evangelio nos ha pedido que amemos a Dios con todas nuestras fuerzas, y al prójimo, al hermano y a la hermana, como él mismo nos ha amado. Por esto, el monje y la monja cistercienses están llamados a vivir un amor cuya medida es el amor a Dios y, al prójimo, sin el cual no se ama a Dios, sin mediada. Un amor como el de Cristo mismo.

El listón es alto, pero este es el verdadero y profundo sentido de la vida monástica cisterciense. Sus construcciones, su arte, su proyección social y cultural, no pueden explicarse sino es desde esta perspectiva. Todo nace de una relación de amor con Dios que se expresa en el amor incondicional al hermano, a la hermana, y que se expande más allá de los muros del monasterio, dando testimonio del Dios que ama sin excepción alguna a todos y cada uno de los hombres y mujeres de este mundo, y que pide que respondamos a su amor, amándole en cada uno de los hombre y mujeres con quienes caminamos juntos durante los días que pasamos por este mundo.

Esto no significa que en la comunidad monástica se viva plenamente esta vocación al amor. La fragilidad humana se interpone muchas veces a esta llamada. Esto abre la puerta a otra realidad que hace mucho más creíble esta vocación: la humildad y el perdón. La vida monástica no impone nada a quien a ella se acerca: da testimonio de un amor que es más grande que nuestro pobre amor al hermano, a la hermana, y que por ello se vive en humildad. En la humildad, los monjes reconocemos que solo podemos aprender de Dios este misterio del amor y que solo podemos entender que es Dios mismo se muestra, nos enseña y nos habla de sí mismo; experimentamos nuestra pequeñez y nuestra debilidad ante el infinito amor de Dios. No es una pequeñez absoluta, sino que se trata de una fragilidad que afirma la fuerza de Dios en nosotros y que nos invita a aprender y a gustar la necesidad de vivir humildemente como Dios mismo se ha acercado a nosotros en Cristo, haciéndose pequeño para enseñarnos a nosotros cómo es el mismo y a entrar en comunión con nosotros mismos. Por eso, la humildad es una disposición fundamental para vivir una auténtica fraternidad.

Y, junto a la humildad, la otra actitud fundamental para vivir auténticamente la fraternidad es el perdón. El perdón que pedimos a Dios en la oración del Padrenuestro y al que nos obligamos en relación a nuestros hermanos, en la misma oración: “así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. La vida monástica no es ingenua: sabe que, en nuestra fragilidad, no siempre nos amamos como hermanos o hermanas, y que por ello es necesario perdonarnos, incluso setenta veces siete, como dice el Evangelio. Mediante el perdón, reconocemos no sólo que no podemos vivir siempre en la comunidad la vocación al amor a la que Dios nos llama, sino que, sobre todo, cada uno de nosotros tenemos necesidad de ser perdonados porque sabemos que muchas veces vivimos más centrados en nosotros mismos y no en el servicio al otro, al hermano. El perdón restablece de raíz la relación fraterna porque recoloca nuestra relación en la justa perspectiva del reconocimiento del otro como otro, como mi hermano, mi hermana.

La vida monástica, viviendo para Dios, en el seguimiento incondicional de Cristo, es fundamentalmente testimonio de que en este mundo es posible vivir fraternalmente, reconociendo al otro, sea de dónde sea, piense lo que piense, sea como sea, como a otro. Reconociéndolo en el misterio que lo une en la profundidad de su ser conmigo y con todos los otros hombres y mujeres de este mundo, porque reconoce en él, la presencia del Dios que lo ama incondicionalmente y de forma única y personalizada. La vida monástica cisterciense da testimonio que puede vivirse en este mundo fraternalmente, a condición de vivir nuestra condición humana humildemente, sin creernos el centro del mundo ni vivir auto referidos a nosotros mismos. La vida monástica, en definitiva, da testimonio de fraternidad porque es escuela de caridad y, por ello, de perdón.



 

No hay comentarios:

Publicar un comentario