En su pedagogía litúrgica el Adviento nos
pide una enorme apertura a toda nuestra humanidad. En la perspectiva de la
Verdad el Adviento nos enfrenta con la naturaleza caída de todo hombre, por lo
que está necesitado de salvación, redención y liberación. En la perspectiva del
Amor, el Adviento es un grito de esperanza salvífica para
hacernos responsables de nuestro vicios y dejarnos llenar con las
virtudes, dones y carismas del Espíritu Santo que desciende sobre cada uno
nosotros. En la perspectiva de la Vida que lleva a su realización a la mística,
el Adviento debe ser el memorial del sentido del tiempo y de la
eternidad hacia la Parusía, en una evolución de desapego de todo lo que no sea
santificado por Dios, de un continuo vaciarnos de nosotros mismos para
prepararnos a acoger el abrazo salvador de Jesús el hijo de Dios. Dejándolo
todo, lo siguieron, recibiendo el ciento por uno[1].
La monja o el monje tienen que convertirse
en manifestación de este arquetipo fundamental que es la dimensión constitutiva
más profunda de toda vida humana. El misterio del hombre no es el hombre sino
las Tres Personas de Dios que lo inhabitan, en comunión con toda la humanidad y
el cosmos. Esta experiencia, de que el monje no es su yo, sino la Trinidad
en la Totalidad. Es lo que en sí, nos hace extraños a la mundanidad
diabólica puesta bajo el poder del mal caótico[2],
al que tenemos que renunciar. De ahí el nombre de Renunciantes que nos dio
el monacato primitivo para expresar nuestro anhelo de vivir cara a Dios,
renunciando al mundo[3].
Despierta en nosotros, Señor, el amor a la
verdad; suscita en nosotros el espíritu de oración y de conversión y haz que
salgamos peregrinos al encuentro del que es la Navidad. Concédenos, Señor, llegar
a la noche santa de la Navidad con un corazón renovado y lleno de fe, esperanza
y caridad.
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