La
oración es el perno, el alma de la vida monástica, el centro unificador. Es el
hilo continuo que une al moje o monja sólidamente con Dios, es la energía que
la anima, la fuerza que estructura su existencia, es el soplido que dilata su corazón
y lo abre hasta hacerlo pulsar con el corazón de Cristo, para bien de toda la
humanidad. Cierto es que, la oración es también una exigencia fundamental de
cada cristiano, pero en la Iglesia, los monjes y las monjas están llamados a
desempeñar en manera particular esta misión. Es decir, los monjes ejercitan un quehacer, el orante. Su servicio primario en este mundo es la oración,
sobre todo en la celebración del Oficio
Divino, “El Opus Dei”, -como lo denomina San Benito-, al cual nada debe anteponerse,
y que debe celebrarse diariamente lo más solemnemente posible. La celebración de la Eucaristía cotidiana es
el momento central de la jornada, es como la luz de un prisma que se proyecta sobre
la Liturgia de las Horas, pues en ella se hace presente, en toda su actualidad,
el sacrificio redentor de Cristo. Entra, por supuesto, en el ámbito de la
oración la Lectio Divina: no como un
acercamiento “erudito” a la Palabra de Dios, sino como una lectura orante, que prepara el corazón a la oración litúrgica.
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